Mi hijo no hace ni caso ni con CASTIGOS...
¿Qué hacer?
Susana Merino Fernández
4/1/20235 min leer


¿Qué es la Indefensión Aprendida? Síndrome de la indefensión o desesperanza aprendida
El término Indefensión Aprendida hace referencia al estado psicológico que puede producirse cuando una persona siente que no es capaz de controlar o modificar los acontecimientos vitales de su día a día. “Es decir, que sienten que hagan lo que hagan no hay impacto ni cambio en el entorno”.
Es habitual encontrarnos con casos de hijos que parecen no responder siquiera a los castigos que sus padres les imponen por conductas inadecuadas. Se trata de un fenómeno que en psicología se denomina indefensión aprendida, es decir, la creencia de que, haga lo que haga, no tendré control alguno sobre las consecuencias. Por lo tanto, mi actuación no tiene importancia y me muestro indefenso y en un rol de completa pasividad ante los acontecimientos que me rodean.
La indefensión aprendida en niños y adultos daña gravemente la autoestima, la confianza y la seguridad en uno mismo. Cómo consecuencia de todo ello, se delegan las decisiones de uno sobre su propia vida, sus objetivos, su propia existencia… Se adquiere un rol absolutamente dependiente, en el que la persona se va dejando llevar por las circunstancias o alguna figura de autoridad externa y se sitúa en un lugar de desesperanza y resignación.
Educar consiste, entre otras cosas, en reforzar mediante recompensas apetecibles para el emisor aquellos comportamientos deseados y esperados (vestirse solo, recoger los juguetes o pedir las cosas «por favor»); y en castigar o ignorar aquellos no deseados (pegar a los compañeros o las rabietas en el supermercado). Así, el niño aprende a asociar que unas acciones van seguidas de consecuencias positivas. De este modo, aumenta la probabilidad de aparición de tal respuesta en situaciones similares posteriores. Al mismo tiempo, ve cómo otras no producen resultado alguno o, si lo tienen, son consecuencias negativas. Como consecuencia, dicha respuesta tendrá menor probabilidad de reproducirse en futuras ocasiones.
Sin embargo, es frecuente que, debido a factores externos al niño, se rompa la relación entre un determinado comportamiento y sus consecuencias habituales. Esto genera en él gran incertidumbre y la incapacidad de predecir y controlar qué pasará. En muchos casos, este factor externo depende del estado de ánimo de los padres, de modo que no existe una coherencia a la hora de determinar las consecuencias o de castigar una conducta inaceptada. También puede producirse una administración reiterada de castigos, en la que los progenitores se centran únicamente en el resultado y no en el proceso. Así, el niño aprende que, a pesar de todos sus esfuerzos, siempre habrá un motivo que haga bajar su puntuación.
Tenemos dos opciones: la primera, hacer una interpretación superficial del problema y entender la mala conducta como el inicio y el fin de la ecuación, como un desafío a nuestra autoridad que hay que detener a toda costa. El por qué de esa conducta se limita a que “es un caprichoso”, “un malcriado”, “un maleducado” o “un tirano”. Así que vamos a castigar esa conducta para que no vuelva a repetirse: quitamos privilegios (parque, tele, consola, etc.), amenazamos con mayores represalias en caso de seguir por ese camino, etc.
¿Qué es lo que sucede? Ahí nos metemos en un bucle difícil de romper: el malestar produce mala conducta, castigamos esa conducta, aumenta el malestar, aumenta la mala conducta, castigamos más, y así, hasta el infinito y más allá. ¿Y qué es lo siguiente? Conforme pasa el tiempo, para nuestra sorpresa, los castigos y las amenazas en vez de funcionar tienen el efecto contrario: “es que le da todo igual”. Cada vez tienen menos efecto y la conducta se mantiene o empeora.
Cuando esto se mantiene en el tiempo el niño entra en lo que conocemos como indefensión aprendida. Se siente atrapado, ve que haga lo que haga no puede salir de ese bucle de malestar-castigo-malestar; ha recibido tantos castigos y ha perdido tantos privilegios que ya no tiene esperanza de recuperarlos, por lo que deja de esforzarse por mejorar: “total, si no es por esto, me castigarán por otra cosa”.
Pues bien, todo esto recordemos que es la consecuencia de una primera interpretación que podemos hacer de esa conducta: verla como un claro desafío que no se puede consentir. Pero tenemos otra forma de abordarlo, y es entender esa mala conducta como una señal de alarma, un indicador de que hay un malestar al que debemos atender. De este modo, nuestra tarea es acompañar esas emociones mientras tratamos de averiguar y trabajar sobre lo que las está causando: ¿son problemas en la escuela?, ¿estrés por sobrecarga de tareas?, ¿relación con los hermanos?, ¿amistades?, ¿miedos? En el momento en el que conseguimos identificar y trabajar sobre esos antecedentes, la conducta mejora. Porque a nadie nos gusta sentirnos así, y a los niños tampoco. Evitar la indefensión aprendida les ayudará a ser más felices.
Y algunos estarán pensando, ¿entonces, todo vale? No, no todo vale. No debemos tolerar las faltas de respeto, los insultos o las amenazas, y por eso mismo, tampoco nosotros deberíamos emplearlas. Si se producen algunas de estas conductas lo primero es entenderlas como fruto de la desesperación: ¿quién no ha dicho o hecho algo estando enfadado de lo que luego se haya arrepentido? Pues eso.
Pero, además de entenderlas, debemos ser firmes y transmitir que todos merecemos ser tratados con educación y respeto. La forma de manejarlo será diferente en función de la edad de la criatura; en todo caso no tenemos por qué exponernos a ese trato, podemos cambiar de habitación, irnos, mostrar nuestro enfado… siempre de una forma respetuosa y no respondiendo con conductas parecidas a las que inicialmente queríamos corregir.
“Ya, claro, todo esto de las necesidades y el malestar muy bien, pero en el cole es un angelito, con los abuelos súper adorable, y luego con nosotros se porta fatal, eso es porque lo hace a propósito” A ver, no necesariamente. De hecho, a los mayores también nos ocurre. ¿O no pagamos con quien menos se lo merece nuestros problemas laborales, familiares o de otro tipo? Eso de que la confianza da asco, ya sabéis… pues eso.
En resumen: que no todo es tan simple como parece y las personas, grandes y pequeñas, somos mucho más que acción-reacción. En ocasiones tenemos que ser capaces de ver más allá de la conducta para comprender realmente qué es lo que está ocurriendo y poder actuar de un modo más adecuado.
Que hacer???
1. Padres
Los padres sirvan de modelo conductual y emocional en la gestión de actividades y conflictos. De este modo, ante acontecimientos inesperados o respuestas de rechazo a partir de las propias demandas, deben mostrarse firmes en cuanto a su objetivo. Pero, al mismo tiempo, han de aceptar una «derrota» sin que interfiera en la consecución del mismo a partir de diferentes alternativas.
2. Límites
Establecer límites razonables desde las primeras conductas de individuación del niño. De este modo, se fomenta un aprendizaje en cuanto a la necesidad de contención. Asimismo, el menor se habitúa a la existencia de contratiempos que no son, en ningún modo, habilitantes.
3. Negociación
En relación al punto anterior, alentar y reforzar cualquier puesta en práctica de negociación por parte del niño. Esto no significa satisfacer sus deseos en todo momento y de forma inmediata. Al contrario, se trata de hacerle comprender, en caso de no considerarlo oportuno, el mantenimiento del «no» inicial, pero acogiendo y valorando positivamente su actitud activa ante el posible cambio.
4. Conflictos
Acompañar y orientar al niño en la gestión de sus primeros conflictos. Si percibe que su figura de protección y seguridad se muestra tranquilo ante determinados acontecimientos, él actuará en consonancia.